Y un día algo dentro de él estalla. Un volcán, dinamita, una segunda guerra mundial se traslada a su estómago expandiéndose por otras zonas musculares del cuerpo, hasta llegar al corazón. Reacciona, vomita, llora, grita, salta, rompe las reglas. Se da cuenta de que ya no le duelen las mejillas de tanto reír, ni está en forma de tanto bailar, ni tiene buenos recuerdos que apuntar, que escribir. Nada anormal le ha pasado en quince espantosos años. No han sido horribles, pero si anodinos, vulgares, sin color, sin contraste, sin brillo. Y despierta en un nuevo amanecer donde existe un sol que ilumina el mar que sirve de telón de fondo de la casa donde posee lo más grande que ha podido desear nunca: un pequeño él. Una nueva vida que él mismo ha criado. Un pequeño ser al que le ha dado las pautas para vivir solo, para afrontarse al mundo y, sin querer, observa como poco a poco, sin desearlo adrede, esa pequeña figura que asegura ser su hijo se ha encaminado en una ruta sin destino fijo donde los principales consejos que ha recibido en su etapa de crecimiento evitarán que lleve una vida como la que él mismo ha escogido. Y sonríe. Entonces entiende que no hay mal que por bien no venga, que toda sombra existe debido al Sol. Y acepta que la vida sigue, para él, para ella, para su yo común, aunque ésta los bifurque por caminos distintos. Entiende que, aunque ya no recuerde con mucha claridad lo que es, la felicidad puede existir solo por el hecho de tener brazos con los que abrazar, ojos con los que llorar y labios con los que sonreír.
diumenge, 20 de novembre del 2011
El despertar
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